Fuente: El Nacional // 13 de junio del 2022
Erik Noya tiene 28 años. Su padre y abuelos son gallegos. Su bisabuelo tenía una imprenta en A Guarda (Pontevedra) y publicaba material antifranquista. Sus abuelos sufrieron la hambruna posguerra y emigraron a Venezuela. Allí, en Caracas, nació y se crio Erik. Allí, con seis años, probó por primera vez la escalada y fue “amor a primera vista”. De allí tuvo que huir en 2017. “Es un país donde por comida te matan, por llevar el móvil en la calle te pueden pegar un tiro, donde las armas están a la orden del día para cualquier persona”. No para él. “Mi vida no es lanzar piedras y molotov. Tenía que haberme ido de allí muchísimo antes. Estaba viviendo en una situación con mucha violencia alrededor, odio y resentimiento. Estoy convencido de que estaba en una depresión y ni siquiera lo sabía. Vivía con mis padres, me sentía una carga. No sabía que iba a ser de mi vida y confiaba en políticos que profetizaban un cambio pronto. Arriesgué mi vida yéndome a protestas supuestamente pacíficas donde levantábamos las manos y lo que nos devolvían eran bombas lacrimógenas, perdigones, gas pimienta. Estar en ese ambiente me convirtió en una persona violenta e irritable. No había luz, me sentía muerto en vida”, confiesa.
La única vez que dejó de escalar, de hecho, fue en los dos años antes de marcharse de Caracas. “Por la crisis, porque la Federación de allí se fue al garete, porque estábamos viviendo en un país donde todo era insostenible. Como deportista no iba a llegar a ningún lado”, relata.